lunes, 22 de diciembre de 2008

La Navidad del niño perdido

Agonizaba el 12 de diciembre sobre las casas y habitantes del pueblo de Huancaruna. El sol no había brillado desde que amaneció pese que ya estábamos en pleno verano. Densos nubarrones se agitaban amenazantes en las alturas y un viento frío y furioso barría las calles empedradas de mi pueblo andino, sacudía las precarias puertas de maguey de las viviendas más humildes y hacía rechinar los herrumbrosos goznes de los portales de las casas donde vivían las familias adineradas. Algunos habitantes ancianos y piadosos se santiguaban temerosos.

Faltaban minutos para las 6 de la tarde. Las ramas de los árboles se agitaban angustiadas, fantasmales, al impulso furioso de aquel vendaval. Los perros aullaban, los niños traviesos abandonaron apurados la plaza y los lugares de sus cotidianas correrías. Nadie se explicaba por qué las tinieblas siniestras de la noche se acercaban precedidas por un gélido ventarrón huracanado que sobrecogía los corazones como si sintieran muy cercano el mismo aliento perverso del demonio.

Una espesa nube de polvo saturaba el ambiente. Aquella turbidez pérfida del aire no permitía distinguir bien lo que nos rodeaba más allá de unos pasos de distancia. De pronto, Huancaruna se había convertido en un pueblo fantasma. Cada quien buscó refugio en el rincón más abrigado de su hogar.

La casa de José María Tantaleán, el carpintero, no era ajena a aquella hora de pesadilla colectiva. Laborioso, como siempre, el artesano le restó importancia al temporal, rezó un padrenuestro y un avemaría y continuó puliendo con primor un escritorio de nogal que le había encargado don Matías Talavera, el maestro que dirigía el colegio secundario. Doña Juana Idrogo, su mujer, acompañada de Octavila, la muchacha huérfana que criaron desde el día de su matrimonio, estaba muy ocupada preparando deliciosas humitas con queso, cuya receta solo ella conocía como herencia de su abuela.

Nadie notó la ausencia del Jeshu(*), el hijo único de aquella pareja laboriosa. Éste era un hermoso niño próximo a cumplir los cinco años de edad. Don José María y doña Juana no podían concebir la felicidad ni la alegría de vivir sin ese hijo del alma y de su sangre, que era para ellos como el rocío de la mañana o las flores del naranjo alto y frondoso del huerto de la vieja casa de artesanos.

El Jeshu era en realidad un niño común y corriente, a no ser por la perfección física de su cuerpo y su precoz inteligencia. De piel moruna, tenía el cabello endrino y ensortijado, bello marco de una frente amplia, serena, pensativa. Sus pupilas negras y profundas irradiaban una inefable luminosidad de ternura. Su sonrisa era un canto de paz, alegría y dulzura.

A veces se lo veía jugando a la ronda, a las escondidas o a los pastores con los demás niños de su barrio de La Ermita. Pero había oportunidades en que se alejaba de sus amiguitos cuando los juegos se tornaban violentos. Entonces se aislaba en silenciosa soledad, impropia de su temprana edad.

Cierta vez Octavila lo encontró sentado en el banquito que le había confeccionado su padre, debajo del naranjo en el centro del huerto, derramando gruesos lagrimones en absoluto silencioso.

-¡Niño Jeshu! ¿Por qué lloras?
-Porque hay niños malos.

Aquella tarde tenebrosa del 12 de diciembre El Jeshu no le tuvo miedo al viento maligno ni al cielo amenazante. Serenamente se sentó en la puerta de su casa, sobre el banquito de gualango que le hizo don José María. Parecía que esperaba a alguien.

Al fondo de la calle principal, por la entrada al pueblo, entre la espesa polvareda empezaron a tomar forma figuras fantasmales. ¿Era un hombre o una bestia aquello que avanzaba? Ambos seres.

Un arriero embozado en su poncho, con amplio sombrero de palma calado hasta las cejas se abría paso con dificultad. De su cintura pendía un largo machete con vaina de cuero, calzaba altas y gastadas botas. Halaba una mula cargada de alforjas, herramientas, una olla y una sartén de aluminio, además de otros utensilios para acampar en el camino, los que hacían un extraño sonido, cual cencerros, a cada paso de la bestia.

La aparición del desconocido y la mula empeoró el ambiente de mal presagio que se había apoderado de Huacaruna. Al llegar a la casa del carpintero, el viajero sin rostro alargó una mano y el Jeshu la tomó sin asomo temor, se puso de pie y lo siguió.

Algunos vecinos que atisbaban desde sus puertas y ventanas fueron testigos de la partida del niño, mas fueron dominados por el miedo y la cobardía y permanecieron inmóviles. A lo largo de la extensa calle otros habitantes vieron al Jeshu caminado de la mano del desconocido pero tampoco intervinieron.

Niño, forastero y mula se hundieron en el impenetrable pozo negro y sin fondo de la noche. Habían partido sin destino conocido. Aunque con menor fuerza, el viento continuaba azotando al pueblo modulando lúgubres sonidos sobre los tejados y las copas de los árboles.

A la hora del yantar El Jeshu no respondió al llamado de sus padres. Lo buscaron por todos los rincones de la casa. Un dolor mortal, como guadaña cruel, se clavó en sus corazones. José María, Juana y Octavila aterrados salieron a las calles. Preguntaron de casa en casa. Muchos vieron partir al niño de la mano del arriero, pero nadie daba razón hacia dónde.

La noticia del rapto del niño recorrió el pueblo con velocidad de vértigo. Conforme se pasaban la voz, los habitantes de Huancaruna iban deformando y tergiversando los acontecimientos hasta alimentar las más fantasiosas versiones. Que lo llevó una mujer rubia montada en un brioso caballo negro y acompañada de una recua de mulas y numerosos arrieros. Que no, en realidad fueron unos bandoleros que se dedican al abigeato en las comarcas andinas que rodean Huancaruna. Falso, fue el Aristóbulo, aquel ladrón y violador que escapó de ser linchado y ahora asalta en los caminos convertido en un ser salvaje y cruel, esta ha sido su venganza.

Organizaron grupos de búsqueda aquella misma noche. Recorrieron inútilmente los arroyos cercanos, los canales de regadío, alfalfares, cañaverales y otras tierras de cultivo, pequeños bosques, las faldas de las colinas cercanas y hasta grutas y cavernas.

A la mañana siguiente, un sol esplendoroso alumbró desde temprano todo el valle andino y la ciudad de Huancaruna, pero nadie se fijaba en las bondades de la naturaleza. La desaparición de El Jeshu tenía a todos muy preocupados. José María y Juana buscaron a las autoridades para pedir apoyo en la búsqueda de su adorado hijo.

El padre Baltazar hizo tocar a rebato las campanas de la iglesia y una multitud se congregó rápidamente en el atrio y la plaza de armas. El sacerdote increpó a los habitantes de haberse olvidado de Dios y los mandamientos cristianos desde hacía ya muchos años.

Huacaruna era un valle privilegiado ubicado en una extensa planicie andina rodeada de ramales secundarios de la cordillera oriental de los Andes y regada por el caudaloso río Pumagón que se precipitaba desde las ignotas punas hacia el Marañón para confundirse en el gigantesco río mar del Amazonas.

En la parte baja del valle abundaban la caña de azúcar, arroz, café, frutas tropicales, yuca y el ganado proporcionaba suficiente leche y carne. En los pisos andinos superiores los campos se colmaban de las mejores especies de papa, maíz, legumbres. Sus bosques eran generosos en las mejores maderas y allí habitaba una fauna silvestre muy variada. Arriba en las punas los extensos pajonales eran el habitat propicio para el ganado ovino y además se cultivaba quinua, olluco y mashua.

La ciudad de Huacaruna estaba habitada originalmente por agricultores, ganaderos y artesanos, pero con la llegada de la carretera proveniente de la costa fueron aumentando los comerciantes de toda especialidad y los abogados. Estos últimos encontraron una verdadera “mina” en el incremento de litigios judiciales por tierras, robos y homicidios.

El cura del pueblo, el padre Baltazar tenía razón. El progreso había traído a Huancaruna una ola incontenible de egoísmo y ambición. Se habían incubado odios irreconciliables entre las familias más poderosas. Los troncos fundadores del pueblo fueron gente muy laboriosa y solidaria. La honradez y el amor al prójimo eran sus normas de vida. Cristo reinaba en sus corazones. Pero ahora proliferaban la mezquindad, la estafa, la lujuria. Hasta la drogadicción ya empezaba a cobrar víctimas entre los jóvenes.

Aquel feraz paraíso de Huacaruna se había convertido en una tierra sin Dios y sin moral, a excepción de unas pocas familias como la del carpintero José María Tantaleán, famoso por los maravillosos muebles tallados que salían de sus manos. Amaba tanto su trabajo que cuando no tenía algún contrato que cumplir se solazaba confeccionando guitarras, violines y charangos para los artistas que visitaban su taller de vez en cuando.

Entonces la gente se preguntaba ¿por qué tan terrible desgracia tenía que ensañarse con una familia tan noble y ejemplar, tan cristiana y piadosa que no faltaba ningún domingo a la misa y que siempre tenía un plato de comida, una posada, para el desvalido que tocara su puerta?

Aquellos días que sucedieron al 12 de diciembre fueron terribles, insufribles para José María y su familia. Los habitantes de Huancaruna terminaron por encorajinarse contra el raptor –real o los imaginarios raptores- del pequeño Jeshu. Muchos se movilizaron impulsados por un profundo sentimiento de solidaridad con la familia en desgracia, otros por compasión, pero otros por simple cólera. Así no faltaron quienes organizaron una verdadera cacería humana. Llevaban armas de grueso calibre y larga distancia con balas especiales para matar fieras.

Las autoridades y los notables del pueblo organizaron la búsqueda dividiendo al valle por sectores, teniendo en cuenta los accidentes geográficos y los caminos de herradura que aún comunicaban con las comarcas aisladas a donde no llegaba la carretera. Por supuesto que el control de vehículos motorizados estaba a la orden del día. El propósito era no dejar un metro cuadrado del valle sin reconocer.

Cada día que pasaba era un fracaso. Los grupos de búsqueda se movilizaban río arriba a pie, a caballo, incluyendo perros de presa, pero nada. Parecía que al niño se lo había tragado la tierra o un ave gigantesca se lo había llevado por los aires.

Hasta que llegó el amanecer del 24 de diciembre. La gente estaba extenuada físicamente, ya faltaban los víveres, pero más que el cansancio a todos dominaba la desesperanza. La ausencia de aquel niño inocente y dulce estaba llenando de una pena profunda y sincera a los corazones de los más insensibles. José María y su esposa no conocían hambre ni cansancio, ellos marchaban a la cabeza de los grupos más avanzados. El padre no llevaba armas, sólo una pequeña cruz de noble cedro talada por sus propias manos y su mujer tenía enredadas en sus manos las cuentas del rosario que le regaló su abuela el día de su matrimonio. Podían perderlo todo, pero jamás la fe.

Para tramontar la parte más alta el río que baja de otras latitudes andinas abriendo una colosal garganta entre la cordillera solo faltaba escalar un inmenso farallón que se abría bifurcado en dos desfiladeros, como dos pliegues de una gigantesca pollera.

Era una ciclópea montaña partida en dos y cubierta de espesos bosques y matorrales. Hasta la parte más indómita del cañón llegaba un escabroso camino que desviaba los pasos a la derecha hacia una verde y suave repisa natural bañada por una bellísima caída de agua tributaria del bravo Pumagón.

Por las dos bandas del río avanzaban hacia arriba los piquetes de búsqueda como si se hubiesen dado cita en aquellas alturas deshabitadas. Alguien del grupo más avanzado afirmó haber distinguido señales de humo en la pequeña planicie de la derecha y hacia allí se encaminaron.

A medida que avanzaban iba cobrando forma una rústica choza improvisada con ramas de árboles junto al arroyuelo que se precipitaba en forma de cascada. Era la hora del crepúsculo, las sombras ya empezaban a envolverlo todo. La sorpresa no pudo ser más grande cuando los primeros que llegaron vieron al niño tranquilamente sentado sobre una piedra a modo de banco y junto a él un fogón aún humeante con vestigios de comida.

-¡Jeshu! –gritó abriendo los brazos un hombre aún joven y por toda respuesta el niño se puso de pie, sonrió feliz y también abrió los brazos en señal de bienvenida.
-¿Quién te ha traído hasta aquí?
-Don Miguel, un señor bueno con su barba blanca.
-¿Qué te hizo? ¿A dónde te llevaba?
-Nada, me hablaba de la Navidad y de mi ángel de la guarda. Me dijo no temas, aquí espera, ya vienen tus padres y todo el pueblo, van a estar muy contentos.

Viendo al niño sano y salvo con expresión de intensa felicidad, a nadie se le ocurrió perseguir al extraño arriero. Su recuerdo ha quedado en la memoria de los habitantes de Huancaruna grabado como aquellos acontecimientos inexplicables, rodeados de impenetrable misterio.

Pasaron todavía horas para dar aviso a los padres del infante que estaban en otro grupo, pero al fin llegaron junto con muchos más. Faltaban minutos para las 12 de la noche, una perfecta luna llena resplandecía en el más puro y sereno añil del cielo. Todos los astros del universo titilaban en las siderales lejanías y un plateado copo de blanquísima nube viajaba impulsado por la tenue y fresca brisa de esa noche inolvidable.

En aquel instante mágico una estrella incandescente trazó traviesos arabescos para precipitarse sobre la cima de la montaña que dominaba aquel abrigo de la madre tierra. Un resplandor sutil, inmarcesible, iluminaba la frente del niño perdido.
Al llegar la medianoche la gente había encendido fogatas y cantaba antiguos villancicos que habían quedado ocultos en el recuerdo de su infancia.

Danzaban infatigables tomados de la mano. Viejos y rencorosos enemigos se habían apartado buscando la penumbra de los ramajes para perdonarse y platicar inacabablemente como queriendo recuperar el tiempo perdido y consumido por el odio destructor. Sentían el palpitar de sus propios corazones con un sentimiento nuevo de bondad. Habían recuperado al pequeño perdido de Huancaruna, y el niño Jesús había renacido en sus vidas para siempre.

Algunos habían llevado guarapo en pequeños odres de cuero y aguardiente de caña en botellas de viajero forradas con piel de res y brindaban sintiendo que una pasión noble y extraña invadía la piel, la sangre y el espíritu.

En las montañas vecinas los lugareños también encendieron fogatas como saludando el feliz acontecimiento. Abajo, en el fondo del valle no se sabe si en Huancaruna o en otra parte estallaron lejanos cohetes y multicolores fuegos artificiales. Una pareja de pastores llegó hasta la pequeña y alta explanada y dieron de beber a Jeshu leche de cabra y miel de abejas silvestres en recipientes de calabaza. El niño retozaba infatigable entre la gente pletórica de júbilo y fue hasta la pequeña cascada para beber el agua fresca de la montaña en el cuenco de sus manos.

Niño Manuelito

La noticia del rescate del niño perdido corrió tan veloz como las aguas del río valle abajo hasta llegar a la ciudad. Los ancianos y las madres que habían preparado sabrosísimos buñuelos hechos con tortillas de trigo bañadas en miel de caña, abandonaron sus casas camino de la Iglesia donde el padre Baltazar celebraba la Misa del Gallo. Los niños inundaron la plaza de Huacaruna entonando villancicos. Se respiraba paz y amor y se escuchaban en las gargantas infantiles los viejos versos renovados:

Niño lindo, niño bueno
ya naciste en el pesebre
Niño lindo, niño bueno
todo el mundo lo celebre...



(*) Jeshu, diminutivo de Jesús en los pueblos andinos del Perú.

Foto encontrada en el blog Generación3000

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